Cuando estamos enamorados, nuestro cerebro se inunda de sustancias químicas asociadas al placer y la recompensa, como la dopamina y la oxitocina. Estas hormonas crean un fuerte vínculo y una sensación de bienestar.
Al romperse la relación, nuestro sistema nervioso experimenta una especie de "síndrome de abstinencia" similar al que sufren los adictos. La ausencia repentina de estas sustancias genera ansiedad, estrés, irritabilidad y, por supuesto, una profunda tristeza.
Es como si el cerebro, acostumbrado a esa "droga del amor", ahora la echara desesperadamente de menos.
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Una ruptura es un evento altamente estresante. Esto provoca un aumento en los niveles de cortisol, la hormona del estrés. Un exceso de cortisol puede llevar a síntomas físicos como fatiga crónica, problemas para dormir, cambios en el apetito y una disminución del sistema inmunológico.
Esta respuesta fisiológica explica por qué, además de sentirnos mal emocionalmente, nuestro cuerpo también parece resentirse, dejándonos agotados y vulnerables.
Con el tiempo, en una relación significativa, nuestra identidad a menudo se entrelaza con la de nuestra pareja. Compartimos rutinas, planes futuros, amigos y hasta pasatiempos. Cuando esa conexión se rompe, no solo perdemos a la persona, sino también una parte de nosotros mismos y del futuro que habíamos imaginado.
Esta pérdida de identidad y propósito puede generar un vacío existencial que contribuye a la depresión, haciendo que actividades que antes disfrutábamos pierdan su atractivo. Es un proceso de redefinición personal que, aunque necesario, es inherentemente doloroso.
Estudios de neuroimagen han demostrado que el dolor emocional de una ruptura activa las mismas áreas cerebrales que procesan el dolor físico. Esto significa que la "pena de amor" no es solo una metáfora; literalmente, nos duele. Esta conexión neural puede explicar sensaciones como la "opresión en el pecho" o el "nudo en el estómago" que muchas personas experimentan.